¿Quién lo haya leído no recuerda el soneto de Quevedo? “Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra”, empieza; y termina “serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado”.
Es uno de los más hermosos poemas de amor escritos en nuestra lengua, y expresa un sentimiento extendido, una experiencia común a tantos enamorados, jóvenes o ancianos, desiguales o parejos, que se niegan a admitir que un impulso tan poderoso como el suyo acabe corriendo la misma suerte que sus despojos mortales.
Hace unas semanas nos sorprendió la noticia del suicidio del filósofo y escritor francés André Gorz y su mujer, Dorine, en las puertas del otoño, que es el tiempo de la suprema melancolía. Las galerías de internet abundan en noticias sobre Gorz, pero apenas se dice nada de Dorine, cuya enfermedad terminal sin duda está en el origen de esa decisión.
La suya es una pequeña novela sutilmente trabada.
Gorz era judío. Su padre lo era también, pero no su madre, católica y antisemita. Había nacido en Viena, en 1923, y su madre, para librarlo de los nazis, lo envió a Suiza a estudiar una ingeniería. Al terminar la guerra, repudió su lengua y su país y se fue a París, donde colaboró con Sartre hasta que éste, en los sesenta, se demenció con el maoísmo. Para entonces era ya un prestigioso escritor cercano a los presupuestos antieconomicistas y antiautoritarios y ecologistas de Marcuse, de quien fue igualmente amigo. ¿Y Dorine?
Sabemos lo que Gorz escribió de ella. Hacía sólo un año que había publicado una Carta a D. Historia de amor: “Acabas de cumplir 82 años. Sigues siendo tan bella, graciosa y deseable como cuando te conocí. Hace cincuenta y ocho años que vivimos juntos; y te amo más que nunca. Tu vida desbordante me hace feliz, abrazando tu cuerpo contra el mío”.
Le Nouvel Observateur, que él había fundado con Jean Daniel, informó de que habían dejado varias cartas de despedida a sus amigos y que sus cuerpos aparecieron en la cama, uno al lado del otro. Una nota en la puerta de su casa en la campiña troyana de Vosnon advertía que se llamara a la gendarmería.
La noticia corrió por todas las agencias y redacciones, y un titular equívoco empezó a difundirse: “El filósofo A.G. se ha suicidado por amor”.
¿Puede alguien suicidarse por amor?, ¿No es eso una contradicción?
El enamorado puede llegar a decir: “Me quiero morir”, pero necesita la vida para poder repetirlo una y mil veces. Como tantos ancianos que han compartido una larga vida de enamorados, decidieron adentrarse juntos en el bosque (Juan Ramón se lo propuso muchas veces a Zenobia).
¿Qué sabe nadie lo que sienten dos personas que llevan enamoradas tanto tiempo, la lucecita que pueden ver a lo lejos, en medio de la noche? Si el trágico amor de dos jóvenes, el de Romeo y Julieta, por ejemplo, nos llena de desasosiego y tristeza, el de dos viejos amantes se diría que nos causa admiración y respeto, pues no vemos en ese final una tragedia, sino todo lo contrario, el principio de algo que querrían acometer cogidos de la mano, algo a lo que ellos seguramente han dado ya un nombre: eternidad o nada, o, como tituló Quevedo su poema: Amor constante más allá de la muerte.
[TRAPIELLO, Andrés. Hansel y Gretel mueren juntos. Revista Magazine. 21 de octubre de 2007]
Un artículo que me ha conmovido hasta las lágrimas, y que quería compartir con vosotros. A pesar de las dificultades, a pesar de los problemas, aunque el destino se encargue de separar a las personas que se aman, el amor siempre busca el modo de superar todas las barreras. Porque el Amor, el verdadero amor, no acaba nunca.
1 comentario:
Como acertadamente expresaban en la película “Moulin rouge”: “lo más grande que te puede suceder es que ames y seas correspondido”. Ni siquiera el olvido o la distancia pueden alejar a dos corazones que se aman cuando lo que se ha sentido va más allá incluso de lo humanamente compresible. Para ti, pequeña princesa, mi deseo de que ese amor vuelva a encontrarse contigo.
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