sábado, 6 de octubre de 2007

La sirena

Hoy quiero contaros una historia que me sucedió una tarde cualquiera. El tiempo ha borrado los detalles, la fecha exacta, la hora concreta, pero el cariño ha conservado el recuerdo más allá de cualquier frontera.

Una tarde, como digo, una amiga y yo, en un momento de inspiración, decidimos marcharnos a la playa. Apenas nos detuvimos un momento con los preparativos: cogimos algo de ropa cómoda, pedimos a Sabina que nos cantara desde la radio del coche y, cigarrito en mano, partimos con ganas de ver el mar. Tal era, de hecho, la emoción contenida, que no pude frenar a tiempo cuando llegamos al mirador de la costa, y mira-que-te-mira-un-coche-volando, hicimos un perfecto salto de ángel, desde lo alto del acantilado, antes de zambullirnos (Sabina, Ducados, mi amiga y yo) con precisión milimétrica, en lo más profundo del profundo mar.

En seguida, en coche empezó a llenarse de agua hasta que, finalmente, me encontré completamente sumergida y atrapada, a cientos de metros de la superficie.


Dicen que, en los momentos "conflictivos", toda la vida se te pasa ante los ojos en cuestión de segundos, como uno de esos programas de humor, plagaditos de sketchs y tomas falsas.

Yo estaba dispuesta a hacer lo propio: empezar a revivir mis historias desde mi más tierna infancia (ese rechazo visceral a los potitos de frutas, mis trece años de colegio, los viajes familiares, el comienzo de la carrera...)

No es que no quisiera pasar por el trance de desempolvar tantos años vividos pero, en aquel instante, fui incapaz de visualizar todos esos “momentos entrañablemente enterrados en mi subconsciente”; en vez de eso, y tras apartar de un manotazo el alga que flotaba ante mis ojos y me tapaba la vista, fui testigo de un hecho mucho más espectacular: mi amiga había dejado de patalear frenéticamente dentro de nuestro coche-cuba-de-agua-marina, y estaba en proceso de una transformación existencial.


Dicen que el ser humano es capaz de vencer todo tipo de miedos y dificultades con tal de adaptarse al medio y lograr su supervivencia. Así, ella (a la que no le iba un pelo eso de resignarse al fin que nos deparaban las circunstancias), había decidido no volver la vista atrás para ver su vida desde un conjunto, y prefirió mimetizarse con el entorno hostil para encontrar el valor en sí misma y salir adelante.

Su transformación fue costosa, pero efectiva: sus dedos de los pies, por lo general separados, fueron uniéndose y adquiriendo una forma curvada hacia un lado, hasta que se convirtieron en pequeñas aletas. Su larga falda vaquera, empapada por el agua que se había colado dentro de nuestro coche-submarino, se le había pegado a las piernas como si de una larga cola se tratase y, quizá por influencia del mar, se había tintado de un color verdoso reluciente.

Sus cabellos parecían tener vida propia, expandiéndose en todas direcciones dentro de la cabina del automóvil. Se habían convertido en un amalgama de corales, estrellas de mar y algas de un verde casi azulado. Casi se diría que parecía más una medusa que una persona... Y esas finísimas líneas en su cuello... ¿acaso nunca me había fijado en ellas, o eran también fruto de su transformación? ¿puede que mi amiga siempre hubiese tenido bronquios de pez, y jamás se hubiese dado cuenta? La veía respirar y, cada vez que expulsaba el agua, desprendía cientos de burbujas que movían con suavidad su pelo en todas direcciones. Inexplicablemente, mi amiga se había convertido en un ser distinto, con torso de mujer y “piernas” de pez: una sirena, Afrodita recién nacida de la espuma del mar.


Mi amiga era una sirena envuelta por un mar de contradicciones.


No me sorprendió, siempre lo había sido. Pero, esta vez, esa expresión simbólica había tomado realmente cuerpo en su cuerpo. Al fin se había convertido en lo que, figuradamente, siempre fue: un espíritu de mar condenada a pisar tierra firme; una mujer perdida en el océano de la ciudad, que se sentía arrastrada por corrientes y riadas de personas; una chica cuyas contradicciones y dudas existenciales la habían arrastrado a un mar salvaje en el cual no sabía defenderse.

Hasta hoy. Ahora tendría recursos suficientes para hacer frente a la adversidad: podría nadar como quisiera, bien contracorriente, o dejándose mecer por las olas; ahora podría buscar respuestas por ella misma, sin estar obligada a situarse con los pies en la tierra... pues de todos es conocido que una sirena no puede “tocar fondo”, dado que éstas no se asientan en el fondo marino, sino que su naturaleza las impulsa a surcar, danzando, los mares y a nadar por encima de los peñascos y montañas escarpadas que existen allá abajo.


Pude comprobar que la transmutación había culminado cuando percibí su canto: un canto que nunca antes había escuchado; una mezcla de acordes, arpegios y sonidos que recogían, en esencia, todo el rumor de las olas, el diálogo de los delfines, el quejido de las placas tectónicas, la historia de los tesoros que el mar se había tragado a lo largo de siglos, el silbido de las nécoras y el vaivén de las plantas marinas.

Su voz era la voz del mundo oculto, del agua incesante, de las canciones de los marineros, de los faros de cada puerto. Mi amiga, al fin, había encontrado una voz propia.


No recuerdo mucho más de aquel momento. Si bien ella había descubierto, al fin, un lugar que explorar, y que sentir como suyo, no era ése mi destino y, por tanto, mi cuerpo no fue capaz de adaptarse a la falta de oxígeno, a la ausencia de tierra firme, al vaivén de las corrientes espumosas. Cuando abrí los ojos, me encontraba tumbada en la playa, envuelta en una manta de algas. Sola. En mi pelo ensortijado había prendida una pequeña estrella de mar, que aún conservo como un regalo que me dejó, a modo de recuerdo.


A veces cierro los ojos y trato de imaginarla llevándome en brazos hasta la costa, depositándome allí con suavidad y dándome el aire que me faltaba, antes de regresar a su mundo.

Ella, que mientras hablábamos en el coche me había confesado que no sabía qué rumbo dar a su historia, no sólo logró encarar y transformar su vida sino que, además salvó la mía.


[Surca los mares sin descanso hasta que encuentres tu lugar, sirena. No flaquees en tu empeño. Sé que, algún día, el canto de tu historia embelesará a quienes tienen alma de marinero, y les motivará para salir a buscar sus propios puertos. Y les habrás salvado la vida... como nos has salvado tantas veces, sin darte cuenta, a los que te queremos].

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