Hay días en que la soledad se me cuela en casa, sutil y de puntillas, como una niña que teme ser descubierta en su travesura, y amenaza con instalárseme en el corazón, aun sabiendo que no lo he puesto en alquiler.
La soledad no es, por jugar con la palabra, una "edad de sol". No. La soledad es la vecina indiscreta que se presenta a robarte tiempo en la peor hora posible. Pero su táctica no es la de "los dos tomates que me faltan" o "la pizquita de sal que no tengo", sino que llama a tu puerta y parece que su timbre apagase, de momento, todos los sonidos del mundo.
Cuando ella llega los pájaros se acurrucan en sus nidos, las cascadas detienen su cortina de agua, los volcanes contienen dentro el humo como el fumador que saborea la última calada... Cuando la soledad aparece, hasta los primeros rebrotes de las plantas se detienen en su anhelante ascensión hacia la luz solar.
La soledad no habla... su silencio es tan vacío y gélido que envuelve a la persona hasta hacerla creer que siempre fue sorda; que no hay palabra, ni susurro, grito, canto o voz que puedan traspasar su muralla insonorizada. Es un silencio molesto... es el silencio incómodo ante una persona desconocida; el silencioso cambio de número en la pantalla del ascensor, cuando se va acompañado; el espacio de tiempo demasiado largo entre dos notas de música.
Da la impresión de que esa silenciosa carencia doliente se convierte en su mayor arma, su carta de presentación, la sonrisa de póquer que precede al instante de desenfundar el revólver... quizá para quitar a la soledad de en medio... quizá para (des)quitarse uno mismo. De hecho, pensando en ese tipo de duelos, aún no conozco ningún caso en que la soledad fuese encontrada muerta por un disparo de arma blanca; sin embargo, sí se ha hablado de almas negras, rotas antes ya de que una bala abriese su, hasta entonces, contracto corazón. La soledad, pues, suena a "nada", y malo sería que tuviese un toniquete ya familiar, o que recordase a algo.
Pero lo más curioso -lo verdaderamente curioso- es que la soledad destiñe.
A su paso, la soledad decolora las sonrosadas mejillas; difumina el brillo de unos ojos, antes jóvenes y quizá enamorados; también los labios empiezan a confundirse con el color del rostro, haciéndose cada vez más pequeños, más finos... incapaces, incluso, de separarse para dejar que las palabras broten suavemente desde el prominente precipicio del labio inferior a los oídos de algún otro ser humano.
Y destiñe las manos. En esa situación, uno se las mira y remira, las retuerce -ya que no puede estrechar otras ajenas-, las esconde en los bolsillos; cierra los puños, como tratando de asir la nada que este estado emocional trae consigo.
Y también el corazón pierde su brillo; y los pulmones -si uno toma la manía de fumar un cigarro por cada ausencia de la que es consciente... cada día, cada hora, cada minuto...
Destiñe los cabellos hasta volverlos canos, quizá para que armonicen con el color cenizo de la lámpara que hay sobre la mesita -¿quién no tiene una lámpara sobre una mesita, junto a la cual poder sentarse a leer, cuando no hay compañía posible para mantener, durante un rato, algun tipo de tertulia o charla relajada?-.
Sí, como vemos, incluso el pelo se destiñe para tomar, cual camaleónica Medusa, el color de la tenue luz de nuestra mesita, en vez de armonizar con el tono vigoroso y oscuro que nos brindarían las noches de lujuria y los paseos románticos, sin más referencias luminosas que el azabache manto extendido de Selena.
La soledad destiñe al ser humano, como el invierno viola y desflora a la Madre naturaleza.
Pero ni el invierno dura cien años, ni la soledad tiene permiso de residencia fija en nuestra vida -ni gusto para redecorarnos el alma, ¡qué narices!-
A veces el invierno puede llegar en una época previsible, y otras cuando menos se le espera -típico ejemplo de las estaciones del año según el lugar del mundo en que nos hallemos... según la perspectiva desde la que nos situemos ante las circunstancias-.
Como diría Nietzsche, todo es un eterno retorno. Así, la soledad se va tal y como viene; los largos y anodinos silencios musicales alternarán con corcheas, fusas y blancas que danzarán en el pentagrama. El color volverá a los labios como el amor llenará las pupilas de deseos encendidos, impulsando a las manos a salir de los bolsillos para abrazar a la persona amada. Sí, también el amor viene y va como un viento caprichoso, cíclico tal vez -a veces una historia se reinicia muchas veces; otras, distintas historias repiten el esquema de una primera, que fuimos incapaces de olvidar-.
El amor es un viento que siempre acaba por arrastrar la hojarasca que dejó tirada cuando cayeron todas las horas del calendario que compartimos con otra persona; y su viento siempre regresa, quizá trayendo nuevos aromas, o tal vez un aire más puro y renovado, incluso aunque siempre pueda parecernos que cada bocana de aire que nos llega, por ráfagas, acaso sea la última que aspiramos.
Volverá el color cuando la soledad termine... Y el cabello, desteñido... ¿qué ocurrirá con él? A veces quedan huellas que no pueden borrarse; generalmente, éstas dejan un regusto a lo irreversible, a lo madurado, a lo vivido. Este cabello, y sólo él, nos recordará tantas luchas y batallas, abandonos y soledades, conquistas, riesgos, desesperanzas, inviernos y primaveras.
Y, tal vez, el pelo cano acaso parezca, bajo esa luz dorada del último otoño, más sedoso, más plateado, más reflejo de las noches de luna vividas en cada primavera.
Pero, de no ser así, siempre quedará el recurso, cuando la soledad se marche una vez más, de visitar nuevamente a la vecina ruidosa del segundo para pedirle "una pizquita de sal, que no tengo" o, en su defecto "un tinte para las primeras canas... ¡que aún me quedan muchos tiros que dar!".
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