

Pero no os escribo para recochinearme por la hora de levantada (aunque, todo sea dicho, ayer me acosté pasadas las 2,30h...), sino para contaros mi sueño de hoy.
Hummmmmm, el de ayer no lo conté pero, básicamente, se resume en que estaba con una amiga mía muy querida, pero que ella era altísima (digamos que yo le llegaba casi por la cintura).... ¿rollo complejo de inferioridad?
El sueño interesante, es el de hoy. Un poco catastrófico... absténganse mujeres embarazadas, personas hipocondríacas, etc etc etc...
Pues, resulta que había viajado con mis padres a un país extraño. Nos habíamos instalado en una casucha de éstas tétricas, viejas, con las maderas medio carcomidas... en fin, un primor vaya!
Una noche, salí por ahí a tomar algo, y entré en un bar en que estaban haciendo promoción de cosas de belleza (creo que ya sé de dónde viene esa imagen... tengo amigas frikis con ese tema, jaja). Yo me pedí dos tintos, y un café (qué asquito, todo remezclado). Luego, hablé con una de las que promocionaban lo de belleza, y me dio una moldura de plástico, en plan aparato para los dientes de arriba, con un gel blanqueador (sí, vengaa, después del caféeeeeeee ¡maravillas!)...
Total, pasó la noche, pasó la mañana: el día segundo. Y, yendo de camino hacia la casucha de madera, atravesando un puente (típico puente de madera, desvencijado), me fijé en que el cielo estaba gris, tormentoso, y un viento gélido soplaba y removía las hojas de los árboles...
El río, que discurría bajo el puente, tenía las aguas alborotadas; parecía haber crecido unos metros... y temí que llegase a desbordarse ante la amenaza de tormenta.
Lo siguiente que recuerdo es que me había ido sola al centro de esa ciudad en que me hallaba, para pasear por sus calles (sin metrocentro, jaja)... Entré en una tienda y, mientras veía cosas, tuve un presagio: "¿y si entro y ocurre cualquier desgracia?"
Eso me llevó, instintivamente, a salir a la calle... a tiempo para ver como una ola enorme, de varios metros de altura, avanzaba por la calle anegándolo todo a su paso: un tsunami!!
Me dio el tiempo justo para correr, dentro de la tienda, buscando unas escaleras para acceder al sitio más alto (aiss, ainss... con las ansias malas!).
Resultó que las escaleras daban a una torre, la típica torre alta, de ladrillo, desde la que se otea toda la ciudad, o todo el pueblo, o todo el paisaje circundante. Pues eso.
Subí y subí... pensando que no llevaba móvil para llamar a nadie, ni tenía la dirección de la casucha ésa para buscar a mi familia... Ná de ná.
Y, mientras ascendía, oigo por abajo la voz de mi padre, de cachondeo... Y entonces, típico momento peliculero, gritando: "papáaa, mamáaaa, migueeeeeeeeel".
[oye, menos guasa, que acababa de sobrevivir a un tsunami y me reencontraba con mi familia, ohú.... ¡qué poco sentimentales sois!].
Una vez que nos reencontramos, empecé a contarles cómo mi presagio me había salvado del agua, y la gente diciendo: "sí, vengaaaaa, claaaaaaaaro... tú con poderes". Pfffffffffffffffffffff....
Y yo: "¡que no lo he soñadoooo!" (para que veáis lo realistas que son mis sueños).
Y, como además de realista, soy súper optimista, tras salvarme de un pedazo de tsunami inesperado, ¿sabéis que es lo primero que se me ocurre pensar?
"Ainssss... con tanta gente subida a la torre....................... ¡a ver si ahora se va a derrumbar y nos matamos!"
JAJAJAJAJAJA...... yo, ahí, ¡previsora donde las haya, vamos! La alegría de la huerta.
En fin, como podéis suponer, ha sido una noche de lo más movidita... así ¿no es normal que me levante tarde, si no descansa una ni durmiendo?........ ZZZZ..... zzzz.... ZZZZ....
[HUIDOBRO, Vicente. Altazor. Ed. Cátedra]
Hace un par de días, estuve en un bar de la Alameda, charlando con una amiga, y me dijo que esa noche había tenido un sueño de lo más original. Esa conversación me ha dado la idea de abrir otro apartado especial dentro de mi blog: bienvenidos, pues, al nuevo "rincón onírico". Podéis comentarme sueños curiosos que tengáis, y los iré publicando aquí; o, también, podéis agregar comentarios interpretativos a las paranoias que yo vaya poniendo... ¡imaginación al poder!
Por lo pronto, inauguro este espacio con un sueño... como me lo contaron, os lo cuento:
Era un día oscuro, casi negro.. el paisaje, teñido de azabache de uno lado a otro lado, de Este a Oeste, del suelo al cielo, amenazaba con engullir en su tiniebla al osado caminante que quisiese seguir transitando por aquel lugar. Mi amiga avanzaba, como un espíritu sutil e incorpóreo, a través de un pequeño sendero, estrecho, casi inaccesible, que discurría hacia la cima de una montaña. Más allá de la tierra resbaladiza y la arenilla suelta de la senda, su mirada se perdía en la negrura del precipicio que se abría a su lado, como si de una boca abierta se tratase, y cuyos dientes eran las montañas escarpadas y picudas que sobresalían, allá en la lejanía.
Mi amiga siguió avanzando sin despegar los ojos de aquel paisaje, apoyándose en la dura roca para continuar, con esfuerzo. Entonces, se fijó en un hecho sobrenatural: la montaña no estaba hecha de piedra fría sino que, en su lugar, enormes libros recubrían las paredes.
Eran libros de un tamaño gigantesco, equivalente a la altura de treinta personas que estuviesen puestas de pie, unas sobre otras. Paredes de papel y tinta, y páginas por ser leídas. Libros y más libros, enormes, encuadernados a la antigua usanza, cubrían la roca desde todas las perspectivas posibles.
Asombrada por el hallazgo de este sitio sin igual, mi amiga quiso asomarse al precipicio que, en abrupta pendiente, se abría al otro lado del camino. Y, ¿qué creéis que vio abajo?
Miles de libros viejos, de todos los tamaños, desparramados también por el suelo. Libros grandes y pequeños, antiguos, con las pastas rotas, con las hojas arrancadas... Todo un valle de hojarasca seca y requemada esperaba al fondo del abismo... libros muertos, relegados, quizá, al olvido.
Sus hojas, amarillentas, grisáceas, cadavéricas, se mezclaban con las cenizas de otros libros que habían sido incinerados, quemados, destruidos por quién sabe qué personas, o por el paso de Dios sabe cuánto tiempo.
Enormes libros que decoraban las infinitas paredes de la montaña, a lo largo del estrecho y dificultoso sendero hacia la cima, y también libros muertos y ajados por el camino, abandonados al fondo del abismo...
* * * *¿Acaso una metáfora del ascenso al saber?, ¿quizá un símbolo del cambio que sufre la cultura, de los conocimientos que nos acompañan en el difícil camino, y de los que vamos olvidando a nuestro paso?, ¿tal vez una imagen visionaria de un idílico mundo sobrenatural regido por los libros?... ¿la Biblioteca de Babel, de que hablaba Borges?...
Para aquellos que consideren que los libros no tienen razón de ser, y que tiendan a relegarlos a esa lenta muerte del silencio, que acontece a los libros no leídos, vienen al caso estos versos de Góngora:
"Se vuelva, más tú y ello juntamente
en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada".
Sin embargo, a mí, la imagen de los libros cenicientos, me evoca estas otras palabras de Quevedo:
Esta tarde me percato, como quien empieza a notar los primeros síntomas de un inminente resfriado, de que empiezo a sentir Vértigo. Vértigo de mí, de mí misma. Vértigo al mirar mi historia y tomar conciencia del pausado ritmo frenético que le voy confiriendo, poquito a poco, sutilmente, casi sin darme cuenta. Vértigo de ver mi evolución, mi revolución interior... mis saltos de ángel, tan preparados, tan insospechados. Poquito a poco, constantes y certeros.
Siento en mi interior el mareo inevitable ante lo desconocido; la certera incertidumbre de quien no sabe -de quien no quiere darse cuenta- de cómo camina, de por dónde transita...
Miro mi vida de trapecista delicada, de sutil mariposa cambiante, de organizado caos interior y me pregunto por qué ese ansia solapada por experimentar, por desubicarme, por reencontrarme y retarme. Por qué constantemente me obligo a cambiar de sitio, de ideales, de proyectos. Por qué esa desesperada necesidad de buscar, buscar, buscar... tan seguido, en tan poco tiempo. Vértigo de mí, de mi trayectoria de vuelo, del mapa que mi corazón lee quedamente... sin revelarme el punto de llegada, ni las paradas que debo hacer en el camino.
Vértigo de descubrirme tan distinta a como yo me veo: tan inestable en mi aparente serenidad, tan inconformista en mi sutil complacencia...
¿Por qué cada dos años cambio mi proyecto de vida? ¿por qué todo tan seguido? Apenas tomo aliento, ya empiezo a vislumbrar un nuevo movimiento de ficha en el tablero. Ganándole puestos ¿a qué?, ¿a mí misma?, ¿al tiempo?
Me angustia comprobar que mi ritmo es el de quien huye... el de quien busca sin hallar... el de quien necesita acumular experiencias que den un sentido a cada pequeño momento.
No lo hago de manera consciente, pero ahora compruebo cómo soy incapaz de comprometerme por mucho tiempo en una causa. ¡Cuántas facetas de mí misma habré explorado ya, y cuántas aún por vislumbrar! Como si temiese que el brillo de este prisma fragmentario fuese a perder sus destellos, sin haberlo podido contemplar entero.
No sé QUÉ me apremia. Yo, que confieso que busco estabilidad y seguridades, estoy en constante cambio. Yo, que hablo de "sentir como propio el lugar en que estemos", me desmiento a mí misma mudando constantemente mis sueños.
Vértigo de ver las arenas movedizas que piso, como si mis pies no pudiesen permanecer quietos y echar raíces en un lugar, aunque sólo fuese por un breve plazo, por un tiempo prudencial.
Como si tuviese que exprimir al máximo estos años, previendo que luego ya no sea posible hacer nada más.
Vértigo... no sé... de decirme, de una vez por todas, que soy incapaz de asentarme, de disfrutar de lo que tengo, de estrechar lazos.
Vértigo.... de reconocer que mi mayor temor es la soledad y que, sin embargo, soy incapaz de PERMANECER. Quizá sea una técnica para protegerme: poner tierra de por medio para evitar que sean otros los que me abandonen a mí... los que, un día, terminen por marcharse.
No sé... se me ocurre.... No sé. Vértigo.
Soy cambiante como la luna, quizá por eso busco la seguridad de mi estrella, siempre firme. De ahí mis miradas, casi suplicantes, al "FIRM-amento", tan firme.. tan constante.
Ya siento morriña y aún no me he ido. Morriña de todo, de esto, de mí... de la vida que estoy ¿ganando, perdiendo? Vértigo de esta necesidad de cambio que anhelo y odio, y busco y destierro... y que me acaba encontrando, cada dos años, constante... constante huída... para reencontrarme siempre conmigo.
¿Por qué tan seguido?, ¿por qué tantas mudas de piel en tan poco tiempo? DESEO quedarme, lo deseo... Que todo deje de moverse, ¡yo! mi corazón inquieto. Es "ahora" o "nunca" y yo, en mis huidas constantes, me relego siempre "para luego". Como si quedase poco tiempo...
A veces, en tardes como ésta, con el corazón partido e incompleto... quisiera sentirme más mía, sentirme entera en mi entorno sereno... No es por el Machu-Picchu, lo sé, soy yo... lo llevo dentro.
No hemos de confundir la ternura con un modo de ser blando, moldeable, fácil presa de cualquier insinuación. De ser así, más merecería la pena carecer de ella, pues sería una peligrosa cursilería. En tal caso, más valdría hacer ostentación de ser fuertes y poderosos. La ternura es sensibilidad, no sensiblería, es una forma de pasión que no escatima la determinación, que elude toda violencia, que es aproximación, cercanía, que acaricia sin necesidad de poseer. Tampoco es exactamente la dulzura, por cierto hoy tan infrecuente y reducida a la meliflua y edulcorada sosería. No es adjetiva, sino sustantiva.
Lo que nos emociona no es la simple ternura por algo, ni siquiera sólo hacia alguien, es la ternura con él, la ternura con ella. Es radicalmente compatible con la firmeza, incluso con la contundencia. No es un contrapunto, ni un ingrediente, es una forma de vivir, una relación que no busca adueñarse o apropiarse de alguien, pero que cautiva. Más bien desea una cuidada y sosegada complicidad, una implicación, participación y búsqueda comunes.
Encontrar ternura en momentos decisivos de la vida puede no sólo aliviar, sino dar sentido a una situación. Cuando acariciamos algo, estamos tan cerca de ello que propiamente no lo tenemos. Se trata de saber preservar esa distancia sin invadir el ámbito ahora compartido, y de recorrerla. Efectivamente, preservarla y recorrerla es mostrar afecto por lo que ni siquiera está definido, y hacerlo con delicadeza y claridad. Semejante comunicación sin objeto exige mucha ternura. Ofrecer una voz perfilada como palabra, sin alzarla, sin exigencias ni imposiciones, pero con decidida entrega, no habla de una debilidad, sino de una entereza que es simpatía para con el decir del otro. Tanto que resulta agradable.
La ternura acaricia, en efecto, pero también abraza. Extiende sus alas y crea otra atmósfera, más limpia, más respirable. Toca con las manos del aire y produce un dulce escalofrío en la piel. Toca como toca una palabra, un pensamiento, un deseo. Un excitante temblor se refleja en el cuerpo como otra corporalidad. Sus dedos y sus manos acogen como una mirada, con una hospitalidad que nos produce placer y confusión. La ternura es infrecuente, tanto que no deja de ser ocasional, siempre discretamente deslumbrante. Cuando llega es inconfundible. Basta su aroma. Nos toma. Disipa la noche.